Si tomamos al pie de la letra al único de los evangelistas
canónicos que hace mención a su paso, por las tierras que entonces, bajo tutela
romana, gobernaba Herodes, los tres Magos eran reyes llegados a Belén para
adorar al Niño Jesús. Pero al leer con cuidado el texto bíblico, hay dos
palabras, puestas por San Mateo en boca de ellos, que delatan su ascendiente o,
si se prefiere, su verdadera naturaleza: "Hemos visto en Oriente una estrella
y venimos a adorarle".
¿Por qué, si hubiesen tenido posesiones que conservar y
súbditos a quienes mandar en otras geografías, aparecerían de repente, como
salidos de la nada, en una insignificante aldea de Judea, con el propósito
confeso de prosternarse ante un recién nacido -sin poder ni títulos
nobiliarios- y ponerlo a cubierto del odio del Tetrarca. Más consistencia tiene
la idea de que, si acaso existía realeza en ellos, la misma nada tenía que ver
con una forma de dominación política. Habían salido del Oriente y seguido una estrella.
Ahí está la clave bíblica: eran, en rigor, sabios tributarios de la antiquísima
tradición nacida en Sumeria y desarrollada hasta la excelencia en Babilonia
que, con base en la astrología, habría de poner las bases de la moderna
astronomía. En esto, nada tenían que envidiarles a los maestros de la lógica y
de la geometría griega.
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